A la memoria de mi madre
PARTE PRIMERA
CAPITULO PRIMERO
Llovía a torrentes.
Arrastrando el mal tiempo, con cierta indolencia, tal vez con cierta arrogancia, con lento andar avanzaba Felipe Delgado, lloviendo a torrentes-llegando a la esquina, en la calle Lanza, torciendo a la izquierda, en la calle Evaristo Valle, encaminaba sus pasos cuesta arriba y subiendo en dirección a Churubamba, descansando en la Avenida América y prosiguiendo la marcha, ya acelerando, ya retardando, con rumbo al convento de la Recoleta.
Allí se dirigía por encargo de su padre, quien se encontraba en el lecho de muerte en los actuales momentos, y se aferraba angustiosamente a la vida esperando los auxilios de fray Guzmán –que así se llamaba su confesor-, a quien Felipe Delgado debería buscar con mucha urgencia; pues su padre no quería morir sino como buen católico –esto es, libre de culpas. Tal el problema.
A ese paso, hallábase el caminante en Churubamba, a unas diez cuadras de su casa, y habiendo tardado más de lo debido –según estaba en su conciencia-, ello no obstante, todavía no pensaba llegar al punto de destino. Extrañamente, se resistía a tomar el auto, y, por alguna razón, en lugar de seguir la ruta directa, había escogido un camino tortuoso. Estaba empapado de pies a cabeza; abrigo no tenía, paraguas no usaba, y sombrero tampoco.
Ahora se detuvo. Se sentía indeciso. En este momento, le pareció haber olvidado algo que estaba pensando y que seguramente debía ser importante. De improviso experimento sensación de malestar. El único viandante era él. Un poco sorprendido, dirigió una mirada en torno y no pudo encontrar un alma. A lo largo de la calle desierta corría impetuosamente un torrente de aguas turbias, y las aceras se inundaban. Poco a poco empezaba a cundir la oscuridad bajo una pesada sombra, con las nubes y con el velo de la lluvia. De un momento al otro había declinado el día, y eso que era verano. Le parecía raro. Ganó la puerta de una casa y se quedó mirando. Comenzaba a soplar con violencia un viento helado; bruscamente cesó de llover. De rato en rato, una húmeda negrura palpitaba con los resplandores del relámpago. En lo alto de la ciudad se iniciaba la noche. Sin embargo hacía los confines del sur, la atmósfera era diferente. El mundo era una luz. El espacio se difundía en la transparencia, más allá de las montañas, y con una dilatada ansiedad, el crepúsculo se transfiguraba por momentos. A lo lejos, parecía ofrecerse una extraña morada, en un trasfondo de quietud para la contemplación y la muerte, pensó Delgado. Perdidos aires. Desvanecidas formas se confundía con los vapores, con las emanaciones de la niebla.
La calma no duró mucho. Comenzaba a gotear nuevamente, y se reanudaba la lluvia. Perplejo, Felipe Delgado vaciló un momento. A la vista de una chingana en la avenida América, cruzó la calzada. Quería hacer un descanso. La chingana estaba desierta; se metió en un rincón y pidió tres copas-de una vez por todas. Estaba rendido. Temblaba de frío, era mucha su pena. Con un pañuelo trató de secarse la cara y de pronto sintió temor. Algo pugnaba dentro de él, un sentimiento de culpa, la urgencia de mirar claramente las cosas. Tal la incongruencia de sus propios actos frente a la gravedad de las circunstancias. Con alarma y con recelo buscaba alguna explicación en su conducta inexplicable. Era difícil conciliar la realidad con ciertos hechos de por sí contradictorios. Bien lo sabía. Su padre estaba esperando; él debería darse prisa en buscar al confesor y socorrer a su padre. Su padre estaba esperando; no podría morir en paz si él se demoraba. El hecho era claro. Felipe Delgado lo comprendía; no quería admitirlo. “Las cosas son muy otras de lo que parecen”, decíase en sus adentros; “no es miedo lo que tengo. La realidad pura y simple me disgusta”. Y, tratando de encarar la cuestión., buscaba una salida: “No hago mal en tardarme”, pensaba él. “En realidad, hago bien. Mi padre no morirá mientras espera. Quien espera no muere”.